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03 MAY 2005

El valor del planeta. La Tierra enfrenta amenazas cada vez más graves

Por Luis Castelli

CIENTOS de miles de años atrás, un pequeño grupo de hombres nacidos en Africa se dirigía hacia el norte del continente. Un cielo azul intenso con salpicaduras de nubes, deshechas por ráfagas de un viento caliente, casi de colores, fue quizá la última imagen que guardaron en su memoria antes de separarse, cerca del Sinaí. Cargaban algunas rudimentarias, ásperas, herramientas, que los diferenciaban de toda otra forma de vida en el planeta.

El valor del planeta. La Tierra enfrenta amenazas cada vez más graves

Sus descendientes volvieron a encontrarse -algunos, ya sedentarios- en los bosques, al pie de las montañas, junto a los lagos, frente al mar. Se habían adaptado a las condiciones del clima; habían creado lenguas; tenían identidad. En un período muy largo para el hombre, infinitesimal para el planeta, aprendieron a manejar el arado, la espada y el electrón. Se liberaron de la dependencia absoluta de la naturaleza y exacerbaron la capacidad de la Tierra para generar alimentos y brindar mucho más bienestar que lo que cualquiera de sus antepasados hubiese podido imaginar. Las herramientas cambiaron un mundo, en apariencia, imperturbable.

Milenios más tarde, bellísimas fotografías satelitales del planeta azul detectan un escenario, al menos en parte, miserable: deforestación sistemática; residuos nucleares sin destino; hordas de seres humanos que aspiran a traspasar las fronteras hacia el bienestar -algunas veces con violencia-; continentes hambrientos; emisiones gaseosas que, por efecto invernadero, modifican el clima, cursos de agua convertidos en cloacas hediondas; acuíferos que se van secando y una ingeniería genética que, en cualquier momento, nos regala un pez con tres ojos.

Tal vez la imagen parezca apocalíptica, pero no caben dudas de que, en algún momento de la arrogante relación que venimos manteniendo con el planeta, los hombres hemos perdido el contacto sensible con el resto de la naturaleza. Y se hace necesario reconocerlo: quienes trabajamos a favor del ambiente y luchamos por transmitir a la comunidad mundial la verdadera dimensión de la crisis actual no hemos encontrado hasta ahora argumentos persuasivos para que el hombre modificara su conducta.

El informe de Evaluación de los ecosistemas del milenio, recientemente publicado por las Naciones Unidas -y elaborado por numerosas organizaciones científicas internacionales y de desarrollo, con contribuciones del sector privado y grupos de la sociedad civil- hace titánicos esfuerzos para presentar sin eufemismos lo que nos cuesta aceptar: más de la mitad de nuestros más delicados recursos se están degradando, entre ellos, el agua, el suelo, la calidad del aire, la pesca y los bosques. La creciente demanda de recursos naturales ha generado una seria y, en gran medida, irreversible pérdida de la diversidad de la vida sobre el planeta.

Con su habitual clarividencia, el pensador argentino Santiago Kovadloff afirmaba en una conferencia: "Durante centenares de miles de años, el hombre luchó para abrirse un lugar en la naturaleza. Por primera vez en la historia de nuestra especie, la situación se ha invertido y hoy es indispensable hacerle un lugar a la naturaleza en el mundo del hombre". Kovadloff detecta, con sutil perspicacia, un acontecimiento inédito en la historia, que nos enfrenta a un dilema entre nuestra propia supervivencia o la extinción autoprovocada.

Aunque hace miles de años que viene extrayéndose agua del planeta, hasta hace cinco décadas se utilizaban sistemas que no superaban el ritmo de renovación de los acuíferos. Hoy, en cambio, el hombre emplea poderosas herramientas desarrolladas por la tecnología para extraer agua a un ritmo mayor que el de su recuperación y las napas han comenzado a disminuir.

También es cierto que, desde hace millones de años, se han sucedido diversas modificaciones en el planeta y que, en ese transcurso, muchas especies se han extinguido. Lo singular de este momento es el ritmo acelerado en que están produciéndose los cambios y la inevitable pregunta que éstos involucran: ¿hasta qué punto es posible perder especies y hábitats sin que el sistema termine por desmoronarse?

De modo significativo, dicho informe señala, asimismo, que al examinar los valores económicos -comercializados y no comercializados- relativos a los bosques, se constató que la madera y la leña originan, por lo general, menos de un tercio del valor económico total de los bosques de cada país, mientras que otros valores no maderables, como las actividades recreativas, la protección de cuencas o la captura de carbono pueden justificar entre un 25% y un 96% del valor económico total de esos bosques.

Dicho de otro modo, los ecosistemas nos brindan bienes -como los alimentos- y servicios, como la asimilación de la contaminación por parte del aire. Tomemos por ejemplo a los bosques: éstos proveen madera que se comercializa y también servicios, como su capacidad para controlar inundaciones o su función de reserva genética, a los que no se les atribuye, hasta el momento, valor alguno. Lo mismo podría afirmarse de un humedal, una ballena o un paisaje cuyas existencias benefician -incluso económicamente- a las comunidades vecinas, pero carecen de valor en el mercado.

Esta carencia determina que, en el cálculo del producto bruto interno (PBI) -definido como la corriente de bienes y servicios que se produce durante un año-, la madera de un bosque talado se compute como un aumento y que nada se diga acerca del modo en que son utilizados los recursos naturales, de la desertización que se produce tras la tala, ni de todos los otros servicios que se extinguen como consecuencia de ella.

De este modo, la pérdida de funciones imprescindibles para nuestro bienestar no es percibida como tal por la sociedad, aun cuando es la misma sociedad la que luego debe afrontar esa pérdida, de modo indirecto, por ejemplo a través de la financiación de obras de infraestructura para evitar inundaciones, incentivos para nuevas actividades (porque las tradicionales ya no son viables), etcétera.

Afortunadamente, en algunos países están realizándose avances para poder valuar estos servicios. De continuar su desarrollo, estas valuaciones podrían permitir que quien se beneficia con los servicios deba contribuir a su conservación y que aquél que los daña sea penado. De esta manera, por ejemplo, los vecinos de las áreas protegidas comenzarían a valorizar los beneficios que éstas brindan a sus propiedades a través de servicios -el control de inundaciones y una mayor polinización, entre otros- y estarían más interesados en contribuir a su protección.

Entre los principales objetivos de estos avances se cuenta también que las pérdidas relacionadas con el agotamiento de los activos naturales se incluyan como factores en los cálculos de la riqueza total del país, de modo de conocer el resultado de la aplicación de determinadas políticas sobre el capital natural. Ignorar esta información, como ocurre en la actualidad, puede implicar que gran parte del llamado "progreso económico" sea sólo una ilusión basada en la no contabilización de la pérdida definitiva de recursos naturales.

Esto en modo alguno significa que la economía pueda dar solución a todos los problemas de los ecosistemas. Se trata de un instrumento, con limitaciones, y no podemos pedirle tanto. Lo que sí resulta claro es que los ecosistemas brindan servicios que son importantes para el bienestar de los habitantes de este planeta y que se torna indispensable que éstos comiencen a ser contemplados en el proceso de toma de decisiones.

Aun cuando mantengamos una actitud autista frente a la irreversibilidad de muchos fenómenos de deterioro ambiental, nuestro bienestar se encuentra en peligro.

No se trata de un problema técnico, solucionable a través de la contratación de algún experto en la materia. Es necesario adoptar una nueva cosmovisión que permita comprender que lo que está en juego no es una determinada actividad humana, sino un concepto de vida. Una visión integral e integradora, que sirva como punto de partida para la incorporación de valores adaptados a las necesidades del siglo XXI, capaces de suscitar comportamientos que promuevan una relación armónica con la naturaleza. Una ética fundacional, redefinida de acuerdo con las necesidades del hombre y las posibilidades del entorno, que recupere el sentido de lo universal y del futuro, que permita concluir con esta ya larga pulseada entre lo que el hombre puede hacerle a la naturaleza para sobrevivir, por medio de sus herramientas, y lo que no debe hacerle si quiere que ella sobreviva.

Tal vez este sea un buen punto de partida para comenzar a reflexionar a propósito de la celebración del Día Mundial del Medio Ambiente, instituido con el objeto de promover la toma de conciencia sobre la necesidad de conservar y proteger el único escenario conocido hasta el momento donde es posible planificar un futuro para la humanidad: nuestro planeta.

El autor es director ejecutivo de la Fundación Naturaleza para el Futuro.

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