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Papeleras, milonga y después
Por Luis Castelli
Es enero. Hace calor. Desde el aire se ve el puente internacional que une la ciudad entrerriana de Gualeguaychú con la uruguaya Fray Bentos. La ruta está vacía. Sigue el corte, ininterrumpido, en rechazo de la instalación de una fábrica de pasta de celulosa en la margen oriental del río Uruguay.
Milonga para que el tiempo
vaya borrando fronteras;
por algo tienen los mismos
colores las dos banderas.
"Milonga para los orientales", Jorge Luis Borges
Para quien no conoce el tema de "las papeleras", la imagen contiene un río ancho, de aguas generosas, y un puente extenso, calcinante, entre las dos orillas verdes, por donde nadie pasa. Al este del río, una chimenea desmesurada -que podría ser un faro si no se encontrara junto a una gigantesca planta industrial- deja escapar un humo apenas amarillento, pegajoso.
Los temas ambientales se asemejan a una herida que empieza a sangrar mucho tiempo después de la puñalada.
Lejos quedaron las protestas que iniciaron varias organizaciones uruguayas antes del año 2000, cuando el Frente Amplio, hoy a cargo del gobierno, sostenía que las pasteras eran "poco trabajo para hoy y mucha destrucción ambiental para mañana".
También se perdió de vista, ninguneado, el convenio firmado por los cancilleres Rafael Bielsa y Didier Opertti, en 2004, que, con escasa visión, establecía que se ponía fin a la controversia por la instalación de una planta de celulosa en Fray Bentos. Ese año, el Frente Amplio ganó las elecciones presidenciales y anunció que las plantas se construirían tal como estaba planeado.
Las expresiones de queja crecieron sobre el puente: en abril de 2005, 40.000 personas; en el mismo mes de 2006, más de 80.000; y un año más tarde, la ! mayor mo vilización de la que se tenga memoria en la historia de Gualeguaychú: más de 130.000 manifestantes rechazaban la instalación de la pastera Botnia.
No había palos, ni gente con la cara tapada buscando un sueldo a cambio de casi nada. No había violencia. Eran familias enteras: abuelos con el termo bajo el brazo, chicos en bicicleta. Se respiraba una esperanza de agua y aire limpio. Prácticamente toda la ciudad formaba parte de la protesta. Por entonces ya era evidente: algo pasaba en Gualeguaychú.
Después, a cara de perro y de corbata, a la Corte Internacional de Justicia. No sirvió para mucho. Las dos partes interpretaron el fallo a su conveniencia, aunque algo parecía decir que en La Haya no está ni estará la respuesta.
Seguidamente vinieron los dedos levantados. Los aspavientos verbales. Un silencio de la empresa que no contribuyó a despejar dudas. Los gestos de despecho. El Sí a la Vida. Una morocha de bikini con lentejuelas que le cortó la respiración a los 58 jefes de Estado, todos formados como para la foto del colegio. Un simpático rey desorientado y de mal humor. Y el olor a coliflor hervido para Navidad.
Hoy se siente un sabor amargo, una sensación dolida.
Sin duda, si no hubieran interrumpido los puentes, las postales de Fray Bentos incluirían, por lo menos, dos papeleras.
Sin embargo, ya los cortes no despiertan fascinación alguna. Son parte de una función que se ha hecho demasiado larga, ha abusado lo suficiente de la gente, del espacio público y de la política a ambos lados del río. Su continuación, además de ser irritante, refleja una idea que ha perdido frescura y el oportunismo de un Estado que no quiere interrumpirlos por temor a perder glamour. Ya no son sino la otra cara de un acto administrativo discrecional de quienes autorizan un proyecto sin contemplar los intereses de quienes van a convivir con sus consecuencias ni los posibles conflictos sociales que éste puede provocar. Incluso, los proponentes pueden ser personas que viven lejos -a! lgunas m uy lejos- del escenario que construyen, y no sólo no comparten la visión de la comunidad donde se instalarán sino que la desconocen.
Por eso resulta comprensible que aquellos que cortan las rutas afirmen que "no tienen otro medio de llamar la atención".
Mirando al futuro
El conflicto de "las papeleras" no es el primer dilema ambiental en el cual la comunidad sale a defender su lugar, porque ha perdido la fe en sus representantes. La instalación de un basurero nuclear, la utilización de cianuro en una mina de oro a cielo abierto y la explotación de hidrocarburos en una reserva natural son otros casos similares que hemos tenido en la Argentina. Tampoco será el último caso que nos haga fruncir el ceño con un vecino.
Sin embargo, hay que intentar dar fin a este conflicto cuanto antes. ¿Cómo? En primer lugar, investigando y comunicando a la sociedad cuál es el verdadero impacto ambiental que genera Botnia que, para ser honestos, nunca fue claramente difundido. En especial, si la utilización de dióxido de cloro para blanquear la celulosa puede efectivamente generar graves problemas al ambiente y a la salud de la comunidad. Algunas voces -no siempre independientes- han manifestado que la actividad es inocua o que los impactos no son mayores que los que causan otros emprendimientos que nos acompañan a diario. Es por eso que serían bienvenidas las opiniones de varias personas idóneas, independientes, de trayectoria indiscutible en el mundo, que analizaran el caso y aclararan públicamente las dudas. El enfoque propuesto es conceptualmente básico: ya no se trata de buscar culpables sino de pensar en prescindir de un dolor mayor en el futuro.
Cómo impedir que se repita
El modo de evitar que vuelva a suceder un hecho similar consiste en mejorar el procedimiento administrativo para la aprobación de propuestas que pueden afectar nuestros recursos naturales.
Los instrumentos actuales, con su elevando margen de discrecionalidad, lejos de limitar la cre! ación de conflictos, los favorecen. Prueba de ello es que cada vez que un proyecto de desarrollo -minero, inmobiliario, de explotación de hidrocarburos, construcción de una represa, forestación, instalación de un centro de disposición de residuos, etc.- desencadena un conflicto que polariza a las comunidades no suele promoverse una discusión sincera y completa sobre el tema.
En el caso específico de las plantas de celulosa, el proceso ha recibido críticas relativas a la imparcialidad de los estudios, la escasez de información y la falta de espacio para la participación pública.
La carencia de un mecanismo internacional adecuado para evaluar los impactos que puede causar un proyecto más allá de las fronteras del país donde se instala hace las cosas todavía más difíciles.
¿Qué pasará si tenemos que enfrentarnos con el gigante Brasil por un problema con alguna represa? ¿O con Chile, si la explotación minera afecta nuestro entorno? ¿O con Bolivia, en caso de que un río traiga a nuestro territorio cianuro revuelto entre los peces?
Para evitar otros incidentes en los cuales las actividades que se realizan en un país puedan causar un impacto transfronterizo, debemos contar con un convenio regional que establezca un procedimiento diferente, más profundo, y que favorezca la participación de las comunidades involucradas. Ello no implica que la población tome las decisiones, sino que tenga la ocasión real de plantear sus inquietudes de modo serio y que éstas sean consideradas.
Si, en el caso de "las papeleras", se hubiese tomado en cuenta el sentir de la comunidad de Gualeguaychú, habría podido vislumbrarse que Fray Bentos no era la ubicación más apropiada para las plantas. Esto habría facilitado su "relocalización" y evitado el penoso proceso que nos enfrenta con nuestros vecinos más queridos.
Es cierto: la participación de la ciudadanía es a menudo entendida como un estorbo para la gestión pública. Incluso, las autoridades la menosprecian, interpretándola como una restricci! ón a su poder de tomar decisiones. Pero, cuánto nos habríamos ahorrado. Y cuánto más edificante que los cortes habría resultado la contribución de los vecinos.
Ahora estamos ante un abrazo mortal entre dos hermanos abandonados frente a una sola alternativa: nosotros mismos. Ambos países deben ayudarse mutuamente y, juntos, determinar los cambios a realizar para un futuro en armonía, más allá del mandato presidencial de cualquier gobierno. Es necesaria una ética para el cuidado del ambiente, de nuestro planeta.
En el análisis del conflicto debe primar una atmósfera de humildad. Ni la Argentina ni Uruguay poseen el monopolio de la verdad y la virtud. Ambas naciones se encuentran lastimadas en su orgullo y cada vez que una de las partes comete un nuevo atropello, la otra suele pagar con la misma moneda.
No hay ni habrá pruebas absolutamente incuestionables, y es por eso que será indispensable hacer un decidido esfuerzo de autorreconocimiento, para alcanzar una neutralidad desapasionada.
Tenemos que pensar en los próximos veinte, cuarenta, sesenta años, bajo ese espíritu de hermandad que siempre nos ha unido, y más allá de las chicanas
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